Hubo tiempos en los que la lluvia solo traía malas noticias, en los que las gotas calaban los huesos creando una desagradable sensación. Cada gota llegaba a sentirse en los huesos como si un taladro se enzarzara con un tabique, con la diferencia que en aquellas ocasiones no había ni alcayatas que colocar ni cuadros que colgar.
Fueron momentos duros. Batallas duras que muchos guerreros, valientes todos ellos, decidieron librar en fangosos campos. Una derrota llegaba a ser el pan de cada día, un motivo para no abrir la boca y esquivar incómodas preguntas. Una razón para sentir impotencia y cargar con una culpa que nunca tuvieron aquellos guerreros que siguieron atándose su bufanda en la muñeca, colgándosela al cuello y, sobre todo, izando banderas amarillas allá por donde fueron.
Bajo la niebla, acabar un duelo en empate podía llegar a ser celebrado porque podría haber sido peor. Daba igual el rival, un empate no siempre era malo en la guerra del pozo. Cuánta felicidad podía otorgar entonces una victoria, sufrida o no, para un ejército que sabía limpiarse el barro de la cara para sonreír a su compañero de grada. Tímidas sonrisas que en el fondo escondían esperanza, pero estaban custodiadas por la rabia.
La mochila que cargaban estos combatientes comenzaba a rebosar tristezas, hasta que muchos de ellos observaron momentos de brillantez en las batallas que libraban que le llevaron a un estado de ilusión indomable. Sus recuerdos, imágenes sucias de barro que nunca quisieron pisotear para no recordar su pasado cuando el futuro les diera cobijo a sus sueños, mostraban batallas perdidas en Alicante, en Huesca, en Lugo, en L’Hospitalet, en su propia casa ante un grupo de chavales cuyos sueños fueron más grandes y un equipo gallego que lucharon en la mar con el viento a favor.
Uno de esos guerreros, que con dolor veía como sus tropas, reforzadas, ponían en peligro las ganas y la fe de toda una afición, observaba como en Oviedo y en Bilbao se aumentaba la lista de derrotas, pero, a su vez, crecían las ganas de volver con más fuerza que nunca. Y vaya si lo hicieron. Aquellos agujeros en la pared se volvieron a llenar con momentos vividos en Ferrol, en Santander, en Alicante y, por supuesto, en casa. En las Puertas de Tierra. En Cádiz.
Regreso al lugar que nunca tuvieron que abandonar. Vuelta a la tierra prometida. Un ejército en aumento que inunda de amarillo las gradas de un estadio con sed de victorias, amparado por una pluma con hambre de escribir hojas de historia con letras de oro. Después de tantas decepciones, los cadistas vieron cómo su equipo agotó las reservas del orgullo para entrar en una nueva guerra. La guerra por el ascenso a Primera División cuyo objetivo no es otro que disfrutar, para los soldados de amarillo, para los guerreros que continúan portando bufandas, para los combatientes que izan banderas, para todos aquellos que pintaron su corazón con los colores del conjunto amarillo. Para el cadismo.