Hace ya unos años, es doloroso contar los meses e incluso días exactos, una muerte anunciada en Huesca se hacía realidad ante los ojos de los cadistas. Corría junio de 2010. Ante la mirada siempre atenta y pasional de las murallas de Cádiz. Tocaba sufrir, tocaba rezar a los astros del cadismo, tocaba agarrar bufandas y alzar banderas sin miedo a navegar. Sí, tocaba subirse a un barco repleto de incertidumbres, surcando los miedos y las más que posibles decepciones. Muchos se montaron, y ahí siguieron. Otros abandonaron, pero volvieron o volverán.
Un barco poco sólido, que aguantaba con apuros las embestidas de las olas. De maderas que crujían con el vaivén de los rumores más oscuros. Vientos enrabietados procedentes de todos los puntos cardinales que rompían con rabia allá donde no hay mar. Sin fuerzas para soltar lastre en los temporales. Todo se inundó, quedando perdidos en las revoltosas aguas de la Segunda División B. Necesitados de auténticos vikingos para sacar el barco adelante y encontrar tierra firme. Obligatorio.
En Anduva apareció una roca inolvidable, la cual se hizo imposible esquivar. Fue tan duro el golpe, que costó rearmarse tras una complicada temporada. Fantasmas del infierno que alejaban el Sol, pero quién dijo que la Luna fuera mala compañera. La primera pena de un año horrible. La primera pena de una travesía para olvidar. No bastó con rearmarse de ilusión, pues un filial que soñó con más fuerza y calidad se cruzó en el camino y los kilómetros recorridos quedaron a un lado cuando un árbitro decidió que Lugo fuera la última esperanza. Ni la épica sirvió. Ni la suerte acompañó.
Destrozado quedó el barco en aquel verano de 2012. Muchos cayeron por la borda, otros tiraron la toalla, prefirieron abandonar. Algunos siguieron a bordo intentando sacar adelante la situación pese a conocer la dificultad. Auténticos vikingos que sacaron los remos y aguantaron humillaciones, golpes, amagos de desaparición. Toda una pesadilla. Con el agua al cuello, embarcados en una ruina. La lluvia arrollaba, a manos del Arroyo, para tocar el infierno. Para tocar el abismo. Sacando fuerzas de donde no las había, el Cádiz evitó el descenso y la desaparición. Un barco hecho trozos de madera en mitad del océano. Inservible y hundiéndose entre suspiros de alivio.
Los vikingos nunca se rinden, es su filosofía. Es su forma de vida. Si no hay barco, tocaba nadar. Nadar, nadar y nadar. La vida convertida en sueño estaba en juego, casi nada. El grupo de guerreros, cada vez, parecía más pequeño, hasta que una palmera anunciaba la presencia de una pequeña isla. Comenzaron entonces a llegar más vikingos que también se habían lanzado al mar buscando un bonito destino. A nado. Una meta. No era fácil, pero con los pocos árboles que había crearon pequeñas balsas con las que intentar llegar a un futuro mejor.
Ante todo pronóstico, los vikingos se hicieron más fuertes tras el golpe sufrido en L’Hospitalet. Habían sufrido muchos golpes mayores y nadado muchas millas como para abandonar en aquel momento. Siguieron remando, uniéndose a otras pequeñas embarcaciones que también perseguían un sueño. Cada vez, la flota era mayor. En cada parada que hacían en diminutas islas, el ejército aumentaba. De cada derrota salían reforzados, y con embarcaciones cada vez más grandes visitaron Oviedo y Bilbao, quedando en intentos nuevamente. Sentados en la cubierta, aguantando lágrimas y apurando los peces que lograban pescar, se miraron a los ojos. “Cuando menos se lo esperen, volveremos”, dijo uno. Nadie fue capaz de discutirle. Eran y son vikingos, rendirse no estaba en su ADN.
Dicho y hecho. A contracorriente superaron decepciones y crecieron hasta vislumbrar tierra firme a lo lejos. Era Cádiz, era La Caleta. Gritando alzaron sus hachas y espadas para asaltar el Castillo de San Sebastián y cruzar el arco que llevaba al paraíso. Por las calles sumaban guerreros, por la historia escribían líneas. Sus corazones pasaban rondas y el Cádiz regresaba a la Segunda División capitaneado por Álvaro Cervera. De vikingas maneras. Regresaron, al fin. Costó lágrimas, costó sudores, pero nunca costó rendiciones. Por todas las humillaciones, por todos los malos ratos. El Cádiz era de Segunda seis años después.
Regresaron con fuerza, cada vez eran más. Aumentaban en número y calidad. Más fuertes. Cruzaron las Puertas de Tierra, no cabían por ellas de todos los que eran. Cambiaron las hachas por aquellas bufandas y las espadas por esas banderas que quedaron en el olvido. Era su momento, habían vuelto, con tambores de guerra como banda sonora y un cuerno que llamaba a la guerra a las gargantas cadistas y levantaba los corazones. “¡Uh, ah! ¡Uh, ah!”
Agarrados a su filosofía y conscientes de las necesidades, encendieron una hoguera en la playa con el Ramón de Carranza a un lado y el horizonte a otro, se sentaron a su alrededor y compartieron anécdotas de su complicada travesía por las aguas de bronce. Historias de vikingos que soportaron dolorosas derrotas en los últimos minutos en terrenos hostiles, jugadores que no dieron la talla y ocasiones desaprovechadas. Son conscientes de lo necesario que es recordar estos momentos, porque ahora, con la salvación en Segunda División en la mano tras una temporada de ensueño, hay que tratar con cariño el pasado para disfrutar del futuro.
Y así, de esta épica manera, aquellos vikingos que se lanzaron a la aventura por un sueño bárbaro consiguieron vencer su particular guerra. Muchos no creyeron, tan solo ellos confiaron en su escudo. No podían remediarlo. Es que Cádiz, señores, es una barbaridad, y los que se sientan cada fin de semana en la grada con la camiseta cadista lo saben más que nadie.