La etiqueta de guerrero la llevaba en la muñeca desde que abandonó las Islas Canarias y visitó, en ocasiones, los suburbios del fútbol en lugares a los que no gusta volver. De todos lados aprendió, y de todos salió reforzado. Ya sea desde la cantera del Valladolid, el Ceuta, el Eldense o el Olot. No le importaba dar un paso atrás porque siempre supo que daría dos hacia adelante.
En 2015 llegó a Cádiz. A un equipo de Segunda B con la presión que todos saben por escapar del pozo. Sus desafortunadas acciones en los encuentros de pretemporada propiciaron los pitos y burlas de un gran sector del cadismo. Ayudar al equipo a ganar partidos, conseguir el ascenso y un nuevo objetivo llegaba a su vida: ganarse la confianza no solo del entrenador, sino también de la grada. Casi nada.
Con el paso de las jornadas, Aridane consiguió mostrar una imagen cada vez mejor sobre el césped. Se convirtió en un pilar del equipo y se metió la afición en el bolsillo. Una afición que ahora lamenta su marcha a Osasuna por un millón y medio, ya que “el peluca”, como muchos le apodan cariñosamente, ha dejado huella.
Porque el desconocido que venía del Eldense terminó siendo uno de los héroes del ascenso a Segunda División. Nadie apostaba por un equipo en cuya alineación siempre salía él. Pero sí, Aridane selló su nombre en la historia del Cádiz con aquel equipo que, de la mano de Álvaro Cervera, superó las dificultades, la fase de ascenso a Segunda e hizo soñar a toda una Ciudad con estar en Primera de nueva.
Es difícil dejar huella sin hacer ruido, sobre todo cuando solo cuentas con trabajo, constancia, humildad y confianza como herramientas. Quizá sea por eso que la afición gaditana se terminó sintiendo identificada con el dorsal número cuatro, el de los palos “a lo afro” o, simplemente, con Aridane.